martes, 19 de agosto de 2014

Tesalónica














Tesalónica


Estamos lejos, muy lejos de casa, tanto que la palabra casa ha perdido su significado ya, casi nadie recuerda  como suena  el viento en el brezal, como silba entre el follaje de los robles, ni la bruma eterna subir y fundirse en los bosques bávaros,  ni el fuego del hogar, ni  el perol donde borbotean  nabos y patatas, tampoco  el perro echado lamiéndo sus partes  saboreándose con el aroma.

Hago un gran esfuerzo,  no recuerdo el rostro de mis tres hijos menores, de mi primogénito solo su apiñonada tez y su rubio cabello, de la mujer casi olvido el aroma ácido de sus axilas, y del sexo solo recuerdo una gran hoguera ardiente.

Aquí  en el bisancio poco tiempo hay para remembranzas, la espada cuando no es de guerra es de trabajo tan duro como la batalla. El viento del mediterráneo menos húmedo que el del mar del norte es favorable a la salud, los padecimientos de la angina y del vientre no se conocen, las vides proveen buen vino, los olivos buen  fruto que son placenteros al cuerpo. Pero no venimos a eso si no a expulsar sarracenos e infieles, por la gracia del único señor del mundo, el misericordioso Jesucristo, venimos desde muy lejos a recuperar sus lugares santos, plagados de impíos e impuros, demonios encarnados de tez mortecina que cercenan cabezas sin piedad de hombres, mujeres y niños que tienen el infortunio de estar a su paso, nosotros por el buen nombre del Dios verdadero, venimos a derramar su sangre y la nuestra en la labor divina, ordenada por su santidad el papa quien desde el trono que iniciara el mismo san Pedro, prodiga de luces al mundo.

En la mismísima catedral de santa Sofía  llenos del espíritu santo, hicimos nuestros sagrados votos de armas, despues de escuchar santa misa con gran constricción, una a una fueron bendecidas las lanzas, las picas, los yelmos, los cuchillos, las espadas y los cascos.

 ¡Que el padre en las alturas nos provea de gran poder y con su gracia destruir a sus enemigos, expulsarlos a los confines del mundo allá en la parte de la tierra donde bestias  y hombres se aparean entre sí, dando lugar a inconcebibles criaturas de las que estos moros son cimiente!

El mundo es  otro desde aquí, lugar en el que convergen todas las razas, oriente y occidente chocan entre sí en estos parajes, prestos estamos a restablecer el orden divino, que los infieles sean  destruidos, que los devotos sean guarecidos bajo el filo de nuestras armas
.
Ya divisamos al enemigo formando un  gran complejo, ya escuchamos sus infernales gritos de guerra, ya resuenan sus demoníacos cuernos de carga, chispean los reflejos del sol en sus cimitarras, ondean de su rey los pendones y de Mahoma su falso profeta evocan sus palabras.

Nosotros en perfecta formación de guerra esperamos, nuestra noble montura cansada aguarda  el talón en su costado, señal de carga a campo  abierto,  el astro nos favorece pues se pone a  nuestras espaldas, puedo verlo ya reflejarse en las pupilas sarracenas.

Me encomiendo a San Bonifacio y al misericordioso Dios en los cielos, arremeto contra la turba del averno, mis viejos huesos tiene fuerzas para mi sagrada misión, ya cae mi espada con todo su peso, parto en dos un cráneo luego cerceno una cabeza, un dardo me atraviesa el hombro, un rugido escapa a mi pecho y me protejo con el escudo, tres saetas más que eran para mi humanidad se hacen añicos en el laminado acero florentino,  por la rendija del casco observo una columna de arqueros dispuestos a tirar nuestra línea de ataque de la que soy parte siempre, a mi lado un bardo pelirrojo con la barba hasta el pecho estrangula un moro con cada mano, mientras tres más lo apuñalan por la espalda el cuello y el vientre, donde el yelmo les permite clavar sus dagas, con los ojos inyectados de muerte, arroja a los estrangulados y sin prisa desnuca a sus verdugos, juntos los cinco y el bardo cruzan al reino de la muerte, el bardo al purgatorio y luego al reino divino, los horrendos árabes al infierno con lucifer.
Pierdo  mucha sangre, han tocado una arteria, en mis oídos zumba un panal de abejas, siento mis latidos en las cuencas de los ojos,  mi vista se nubla, escapa de mis manos mi acero bendecido, el peso del jubón, de la cota de malla, de mi  armadura manchada en sangre, me obligan a ponerme de rodillas.

Mis enemigos se aprestan a rematarme, como ratas comienzan a escalarme, uno a uno trepan por mi espalda buscando apuntillarme la nuca,  entonces pasan en mis pupilas, con la velocidad con la que un potro de monta cruza el campo ya sin la brida, todas las imágenes de mi vida:
 Desnudo corriendo en los meandros de otoño, luego  bebiendo leche agria en el regazo de mi madre, ya montando a pelo los percherones en la aldea, tambien llegan los ojos de Helda como saetas en los míos calvándose tan profundo que nunca de ahí salieron, que convocaron fuegos y apaciguaron mis ansias…

Entonces esa mirada me pone de pie como si desde donde se encuentra, allá en los bosques del norte  me controlara, a tiempo estoy para esquivar las dagas  que mis sesos buscan regar, me lanzo hacia atrás con todas mis fuerzas y con la cabeza disloco las quijadas de uno de mis  agresores, palpo en el árido piso griego, encuentro una roca, la clavo feroz en la cuenca de un ojo negro que jamás volverá a mirar nada, sujeto mi espada, me ayuda a levantarme, gotea mi sangre por el puño y moja el acero, levanto la vista, jalo una gran bocanada de aire veo en el cielo congregarse las aves de rapiña, ¡hoy no -les prometo- hoy no devoraran mi entraña!

 Blando mi hoja que salpica mi sangre y la  de mis adversarios, la adrenalina me inyecta fuerza, más la que dos costillas de un gran potro muerto de cansancio, procuraron en la cena  para sentirme vigoroso el día de hoy.

¡Cae la tarde! ¡caen mis oponentes!

 El gran dios en su infinita misericordia ha hecho una vez más justicia, bendijo el campo de batalla, guío mi mano y la de mis compañeros cruzados, la orden prevalece sobre el odiado enemigo,  ya tañen sus infernales toques de retirada, ya huyen despavoridos, ya arrojan las armas, ya  piden clemencia, ya el hermano devoto se arrodilla y arremanga los hábitos para orar al creador. Con el pelo revuelto, tieso de coágulos y fluidos viscerales,  le sigo con el resto, nos ponemos de hinojos elevando nuestras agradecidas plegarias,  lágrimas de dicha ahora brotan sin control por la tarea cumplida, el creador debe estar complacido con sus fieles  cruzados,  le han honrado recuperando un pedazo de su terrenal reino, oramos al unísono con fervor, el sol se ha puesto allá muy  lejos  tras el mar en las tierras galias; dentro de mí la falta de plasma  comienza a causar estragos,  anocheció pero no puedo ver una sola estrella, hay paz en el campo tinto en carmesí pero mis pensamientos son caóticos, Helda llega de pronto y todo se vuelve en calma, con amor pronuncia mi nombre: 

Hugo ven, dame la mano, conozco un lugar plácido,  camina conmigo, hallemos juntos donde repose tu cuerpo, aquí es donde quedará pues tu alma se irá conmigo, ya te esperaba desde hace tiempo, ven levántate por una última vez,  siente que ya no te pesa el metal en la piel ni hay sufrimientos en tu alma, ¡Agradece al creador el haber vivido en tierra cristiana y muerto en tierra santa!
Mira los campos verdes que te esperan, aspira el aroma de sus flores, paladea el agua cristalina, toca la suave espiga, observa las aves surcar el dorado cielo, despréndete de recuerdos que te atan a la carne, ahora para que al fin trasciendas, pronuncia el nombre de tu postrero hogar con dulzura.

¡Es hora, es  tiempo de tu gran marcha!

Feliz por el encuentro, ya no lucho por regresar al cuerpo,  de lado yace en tierra con los brazos en señal de oración rodeado de sus compañeros de armas quienes se santiguan, tan solo miro a mi dueña sonriente esperándome para partir con ella,  exclamo finalmente el nombre de la tierra que blanquearan mis viejos huesos.

Mis labios mortales improvisan, susurrando una última  frase:
¡Acoge mi cuerpo madre Tesalónica!

Bibián Reyes, agosto del 2014.

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